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21
Sep
Por el fin de la monarquía

Estoy haciendo mi trabajo. Paso la mayor parte de las horas leyendo manuscritos con glosas, y, en particular, las glosas de los manuscritos. La semana pasada, he estado dedicado a tres textos en particular: una traducción del Phaedo de Platón, una traducción de una compilación pseudo-senequista, y unos proverbios glosados. Los autores de las dos primeras traducciones son Pedro Díaz de Toledo y Alonso de Cartagena. El autor del tercer doblete de textos (proverbios y glosas) es Íñigo López de Mendoza.

No voy a hacer esta historia demasiado larga. Dos de las glosas a la compilación senequiana y pseudo senequiana están dedicadas al concepto de transfiguración. Lo interesante de este detalle -y me voy a ahorrar aquí los detalles filológicos y lingüísticos- es lo siguiente: la glosa traducida y levemente transformada por Alonso de Cartagena indica que hay que redefinir el significado del concepto de transfiguración, y entenderlo no como un producto exterior y objetivo, sino como un proceso interior y subjetivo que requiere del autoexamen y de la contemplación filosófica. Sólo uno sabe si en su interior se ha producido una transfiguración, y sólo en ese momento la transfiguración es comunicable. Es una aportación que, en mis notas de trabajo que irán a parar al libro, califico de mayor y explico por qué.

Hasta ahí la parte histórica y filológica reducida a su mínima expresión. Ahora, lo que quería decir.

Me siento transfigurado. Algo ha sucedido en mí en el último año, sobre todo, que ha producido un cambio de circunstancias mayores.

La transfiguración es la siguiente. Antes me sentía un emigrante, ahora me siento un exiliado.

La razón por la que pedí la excedencia en mi puesto como profesor titular de Filología Románica en la Universidad de Salamanca fue la insatisfacción profesional. Las razones por las que he permanecido en Estados Unidos, pasando ya de la excedencia al cese, tienen también que ver con una vida profesional (y, quiero pensar, intelectual) de una intensidad que nunca habría soñado en España. Las razones por las que en este momento me siento en el límite de un abismo entre mi vida profesional y mis sentimientos políticos tienen que ver con la transfiguración de que hablaba.

En este momento soy un exiliado: pienso que en España no hay democracia y que los apartados uno y dos del artículo primero del título preliminar de la Constitución Española han sido conculcados de tal manera por toda la clase política y por la familia real, que hacen imposible la vigencia del apartado tres del mismo artículo y título.

En términos más explícitos, lo que está sucediendo es la destrucción masiva del estado social y político de derecho (Título preliminar, 1, 1), una implícita redefinición de la soberanía que la ha apartado -extirpado, incluso- del “pueblo español” para evitar que éste pueda ser la instancia de la que emanan los poderes del estado (1, 2), en un momento en el que  monarquía y parlamento están dándose por completo la espalda, haciendo imposible la “forma política” a la que alude el apartado tercero del título y artículo citados.

El artículo octavo del mismo título preliminar regula que la constitución garantice, entre otras cosas, la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Pero los poderes públicos, y la monarquía, son los campeones de la arbitrariedad.

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