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24
Sep
La espalda

Este artículo fue publicado por primera vez en “La Sombra del Ciprés”, suplemento cultural de El Norte de Castilla, 3.05.2014.

El día que un dolor punzante le impidió abandonar la horizontal, Elena Climent descubrió que tenía que volver a aprender a pintar. Hasta entonces, la artista se había enfrentado al mundo con las armas tradicionales, pinceles, espátulas, óleos, acuarelas o acrílicos. Armas muy parecidas a las que habría podido utilizar su padre, Enrique Climent, con quien aprendió el oficio y las técnicas antes de ir a la escuela. Ese día de la punzada en la espalda, Elena comprendió hasta qué punto el cuerpo y el dolor contienen las innovaciones del arte.

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Todas las piezas recientemente expuestas en la galería de Mary-Ann Martin, en el Upper East Side de Nueva York, proceden de ese momento de dolor. La exposición, titulada “Pintar con luz” (“Drawing with Light”) está constituida por una serie de veinte pinturas hechas íntegramente con una tableta electrónica, y luego cuidadosamente impresas para poder ser enmarcadas y exhibidas. Al lado de algunas de estas obras, hay tabletas que muestran el proceso creativo, una especie de milagro aqueiropoético. Las imágenes son como pequeños altares cotidianos que a Elena le gusta instalar y luego pintar, para convertirlos en emblemas. Piececitas de México cuidadosamente transportadas a un universo pictórico en el que Elena es dueña del más pequeño detalle. Toda su energía se concentra en el objeto. Elige los colores en una paleta virtual, liberada, por mor de la luz, de las alquimias de la mezcla.

Algo que está muy frecuentemente en las obras de Elena es el agua. A veces le he preguntado cómo pinta el agua. Nunca, en cambio, le he preguntado por qué pinta agua. Ayer hablaba con mi amiga Clare Lees acerca de otra artista, Roni Horn, cuyo estudio está en el West Village, y que es una gran archivista del agua. Algo entendí en esta conversación: casi todo lo que escribimos, e incluso la actividad artística, es el fruto de la reflexión, de la contemplación de un simulacro que se modifica y deforma delante de nosotros; pero pintar agua es un proceso de pensamiento enteramente distinto, pues lo que surge de la observación del fluido es su poder de refracción, su capacidad metafórica, es decir, la virtud mediante la cual aun mirando directamente a través de él, el agua nos lleve siempre a otro lugar, en un grado de desvío variable y a veces quizá caprichoso, aunque la física tenga fórmulas para medirlo y predecirlo. Con la reflexión uno acaba por mirarse a sí mismo; con la refracción, la vista invierte en un viaje a lo desconocido.

Elena tiene una capacidad insólita para comprender el modo en que un rayo de luz viaja a otro lugar. Vengan conmigo a ver ese mural que, en forma de retablo, pintó para la New York University, y que se aloja en el edificio de Lenguas y Literaturas (E. 8th st., University Pl.). En cada uno de los seis paneles, unidos los unos a los otros, Elena experimenta con una rara refracción: desde este aquí ella se desplaza hacia el hogar de seis escritores, Washington Irving, Edith Wharton, Zora Neale Hurston, Frank O’Hara, Jane Jacobs y Pedro Pietri. Se cuela entonces por las ventanas de sus hogares, que habían dejado abiertas para ventilar la habitación, y se pone a hurgar entre sus libros. Aquellas ventanas, en la ciudadela de seis muros imaginada por Elena, están comunicadas las unas con las otras, y es imposible saber si por las noches, cuando las luces están apagadas, los libros no viajan de una habitación a otra para ser leídos a grandes sorbos en habitaciones ajenas.

Elena pinta ventanas y pinta libros como pinta agua. Como pinta su autobiografía, que está a punto de publicarse.

Una refracción más extraña y misteriosa surge en el arte de Elena. Es un dolor de otra espalda de la que nadie puede hablar en su lugar. Un libro que está escribiendo, lo contiene. Tuve solo un pequeño relámpago de ese momento de escritura el otro día al entrar en su estudio, al sur de Harlem, cerca de casa, donde el metro se convierte en una serpiente que emerge gruñendo de las entrañas de la tierra para luego volver a lanzarse de cabeza al roquedal intestino de la isla fluvial.

Ya recuperada de su dolor de espalda y a punto de inaugurar su exposición, Elena pensó en que abriría la caja.

Era un domingo por la mañana y habíamos desayunado en el Floridita, un restaurante cubano en Marginal street. Al llegar al estudio, casi no pudimos entrar porque habían cambiado el código de la entrada. Elena dio con el portero y este le proporcionó el nuevo código. Un enorme loft con cantidades desordenadas de luz procedentes de puntos cardinales que ni se sabía que existieran

Sacó, pues, la caja del armario en el que estaba para ponerla en el centro de una mesa redonda. Ahí la pueden ver ustedes, es una caja de cartón normal y corriente. Está a punto de estallar. Está grávida de cartas con sellos de la censura franquista enviados hacia o desde el exilio; está llena de poemas, de cuentos, de pequeños artefactos filosóficos cuidadosamente escritos o transcritos a máquina, de aforismos de doble filo. Y centenares de láminas. En un lado se lee, escrito con un rotulador negro “dibujos de mi papá.”

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