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SepEl Duende de Valladolid
Este artículo fue publicado por primera vez en “La Sombra del Ciprés”, suplemento cultural de El Norte de Castilla, 29.03.2014.
Lupito Kantún, licenciado en Antropología por la Universidad de Valladolid y en idiomas por la de Mérida, cree que don Herbé, también conocido por “el Coyote”, es una especie de chamán. Según Lupito, el hombre, que no ha cambiado en absoluto en no se sabe cuántos años, es músico, filántropo e historiador, y su pasión por los cigarros no conoce límites. Nadie sabe exactamente su edad, pero Lupito insiste en que parece inmortal.
Tal vez lo sea. Me lo imagino perfectamente engañando a los Señores de Xibalbá, haciéndoles creer que su raja de ocote y su cigarro están permanentemente encendidos pero no se consumen, como habían hecho no muy lejos de Valladolid muchas eras atrás Junajpú y Xbalamqué, fingiendo fuego con plumas de guacamaya y con luciérnagas. Tal vez el Coyote, Herbé Kuyoc, no sea más que una de las muchas formas de los dos héroes, cuyos huesos, hechos fosfatina, vuelven a aparecer encarnados para poder hacer bailar a su audiencia, o para poder contar una historia en la que la ciudad entera se reconoce y reconoce su linaje un poco mágico.
Lo que yo creo es que Herbé Kuyoc es, de hecho, el Duende de Valladolid. Esto del duende de Valladolid no es una de esas cursiladas medio románticas que vienen a parar de vez en cuando a las lenguas de la gente para referirse a algo intangible e inefable. Al contrario, tiene una genealogía recta de renglones tremendamente torcidos.
La primera aparición del Duende de Valladolid fue en 1560, cuando este empezó a hablar con un hidalgo de origen burgalés, Martín Ruiz de Arce, dando lugar a una leyenda de un demonio parlero que recorría las calles de la ciudad, con el inverosímil (pero adecuado) horario laboral de 8 a 10 de la tarde. Durante esas dos horas, hombres y mujeres podían entablar conversación con el duende, siempre a través del hidalgo burgalés. En un tratado escrito en 1613 y publicado en 1639, el deán vallisoletano Pedro Sánchez Aguilar (que tenía 84 años cuando lo vio en letras de molde) cuenta con detalle todas las anécdotas del duende en cuestión, desde sus conversaciones fuera de hora, hasta sus visitas a las casas de los mejores hidalgos de la villa, incluyendo los momentos en que este demonio parlero se hacía a veces con una vihuela y con unos pequeños instrumentos de percusión que ejecutaba con destreza para cantar historias y hacer bailar y reír a la gente. También cuenta cómo a veces es él, el propio duende, el que sale bailando y riendo, cuando son otros los que interpretan buena música. Nadie, dice Pedro Sánchez Aguilar, ha conseguido verlo nunca, y si alguien dice haberlo visto, no es capaz de decir de dónde vino ni por dónde se fue. Todos han intentado burlar al duende, que como todo creador es un sujeto melancólico, con momentos de tristeza y llanto que se juntan sin solución de continuidad con los del festivo hablistán.
De lo único que hay certeza es que para poder contar la historia privada de Valladolid no habría que recurrir a los archivos oficiales ni a los volúmenes publicados en la imprenta, sino más bien a las memorias individuales del duende. El las fue transformando en narraciones para ser cantadas. Algunas de sus canciones le reportaron premios, pero por otras recibió, siempre según el docto cura de la ciudad, pedradas, o se le lanzaron huevos a su imaginado paso (pues recordemos que nadie puede asegurar haberlo visto sin la menor sombra de duda).
El Coyote apareció sin origen preciso entre las dos jambas de la puerta. Sobre calaca con casi todas sus piezas y pómulos altos envidia de cualquier catrina, traía fibras musculares y venas salidas de una lección de anatomía, todo ello envuelto en una piel cuidadosamente arrugada. Vino vestido de guayabera azul cobalto siempre recién planchada y pantalones grises de hace diez kilos, contoneándose como el primer hombre hecho de pasta de maíz. En la mano izquierda llevaba una colilla de Delicados que no había visto lumbre, ni luciérnaga, ni pluma de guacamaya desde el fin de semana anterior. Retiró el bolso que estaba en la tercera silla en torno al velador porque le molestaba para sentarse. Nada más hacerse un cuatro en el asiento, empezó a entonar unas pocas canciones de amor, sin llegar a terminar ninguna, mientras la pareja que se tomaba un café en ese mismo velador escuchaba el concierto privado. El Coyote dio una calada seca a su cigarrillo, se aclaró la garganta y contó unos pocos pedazos inconexos de una vida entreverada de tragedia, abandonado por su familia, obligado a veces a dormir en la calle, exorcizado por generaciones de curas. Luego alguien le dijo “echa a andar a la plaza” y él respondió “no es plaza, es parque”, pidió un donativo, se dio media vuelta y se disolvió sin dejar más rastro entre las jambas.