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JESUS RODRIGUEZ VELASCO: Search this website 

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29
Nov
Recuerdos de un tomate estival

Nada escapa al ritual. Mi vecino lo sabe bien. Es un señor de unos ochenta años. Vive solo en un sexto sin ascensor de un edificio cualquiera en un barrio cualquiera del norte de París. Es un barrio agradable en el que es raro, si no excepcional, ver algún turista. Es como el mundo, o como mi barrio en Nueva York, o como un árbol trastornado: todo está mezclado y un poco retorcido y un poco imperfecto y con mucho movimiento y con poco orden y con gente que se habla en todos los idiomas conocidos y en una gran parte de los desconocidos. Mi vecino forma parte de esa cosa que es el mundo y que no tolera ser tratado como si fuera el frío orden empresarial.

Mi vecino tiene los labios gruesos y el pelo vacío. Probablemente es viudo. Se despierta pronto y sale al balcón interior a ver a qué sabe el día. Es un hombre apegado a sus pijamas, y cada día exhibe uno limpio. Siempre son muy clásicos, pijamas de algodón de chaqueta y pantalón, unos días de color azul, otros días grises, otros días a rayas. Siempre limpios y siempre planchados. Plancha él, de eso no hay duda, porque entre las penumbras diseñadas por la timidez de entrar en casa ajena, mis ojos perciben lo que no puede ser ni la proa de un esquife ni un trampolín, sino una simple tabla de planchar.

Una vez ha tomado el pulso del día en su flamante pijama, mi vecino dedica al menos una hora y media a las tareas del hogar. Durante ese tiempo, el día ha tenido tiempo de ir haciéndose a la novedad, las pocas nubes de agosto se han disuelto, algunos rayos de sol golpean las paredes del patio interior. Mi vecino entra y sale al balcón, unas veces con un trapo que sacudir, otras probando la eficacia de su escoba, otras simplemente para respirar el aire que no es ni limpio ni sucio, no es ni frío ni caliente. Cada una de estas cosas las hace moviéndose con método, lentamente, con un cuidado que dice una enorme belleza en cada articulación y pliegue de la piel, con la precisión de quien está resolviendo una ecuación o escribiendo un poema y tiene que hallar el ritmo dentro y fuera de su cuerpo.

Dos toallas en la reja del balcón señalan el ecuador de la mañana. Mi vecino ha terminado la limpieza de su apartamento y ha tomado una ducha. No sé si ha usado luego las dos toallas para secarse, pero creo que sí. Si no, tal vez ha aprovechado para sacar a que se seque también la toalla de las manos. No puedo saberlo. Esas dos toallas son como dos banderas en el barco que se acerca a su puerto, o como dos oraciones tibetanas, o como dos pliegos de cordel con noticias frescas, o como dos toallas que se están secando al aire después de haberse usado.

El sol está ya muy alto y el balcón de mi vecino está vestido con los rayos del planeta. Allí cae la melena de Febo sin sombra de laureles. Sin sofisticación alguna, sin vestido nuevo, sin carro de oro, sin hijo del que quejarse amargamente, el golpe de sol se estampa contra el balcón. Mi vecino va a bajar la persiana de cañizo.

Pero antes de hacerlo se dirige al frigo. Cada día a la misma hora. Abre el frigo y alarga la mano. Con el brazo bien alargado, se dirige al balcón. Su mano empuña con delicadeza un fruto rojo. Entonces, mi vecino abre el vermis para dar paso a la imaginación de alimentarse algo más tarde. Piensa en ese poco de madurez que le falta al extremo de su mano, y que el sol se la devolverá juntamente con la temperatura adecuada de un fruto que ama el calor del verano. Situado al borde de la reja, pliega su cuerpo sobre la misma y se dobla lo necesario para depositar en el reborde del balcón su cotidiano tomate.

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